La llamada “ley de hierro de la oligarquía” no es menos importante que el concepto de “punto de Schelling” (al que nos referíamos aquí) para entender tanto la dinámica social del asalto a Bitcoin como sus límites en un contexto de libre competencia.
Hace ya más de un siglo, Robert Michels observó que en toda organización política emerge siempre un pequeño grupo de individuos que acaba concentrando un alto grado de control sobre los fines de la organización y los medios para alcanzar esos fines. Michels infirió entonces lo que no dudó en llamar “la ley de hierro de la oligarquía”.
Pero el descubrimiento de Michels, como más de un sociólogo ha observado, no se limita a las organizaciones políticas. Casi todas las organizaciones humanas eficaces tienen líderes lo suficientemente motivados como para asumir altas responsabilidades y roles de liderazgo. Este fenómeno, tércamente ignorado por los gurúes del marxismo cultural, se debe a una razón muy simple: no somos todos iguales.
Algunos seres humanos son más tenaces, más inteligentes o más intrépidos que otros –por mencionar solo algunas cualidades habituales entre los líderes natos–. Nótese que dichas cualidades no hacen referencia a la condición moral de los integrantes de la oligarquía. La ley de hierro se aplica para bien o para mal: mientras que una organización eleva al máximo rango de la jerarquía al más despiadado de los psicópatas, otra hace lo propio con el más generoso de los filántropos.
La ley de hierro de la oligarquía hace honor a su nombre dentro de cada organización humana, desde la tradicional familia nuclear hasta los mercuriales proyectos de código abierto, pasando por todas las estructuras políticas, religiosas y empresariales que han sido ensayadas. Sin embargo, mal que les pese a las oligarquías establecidas, la competencia entre distintas organizaciones humanas con fines superpuestos no puede impedirse, aunque a menudo se encuentra limitada por barreras naturales o institucionales.
En el caso de la política, las organizaciones operan en un entorno aislado del mercado, especialmente atractivo para los adictos al poder coactivo y, en general, para el tipo humano diestro en los juegos de suma cero. De ahí el creciente desinterés por la política que tiende a exhibir el resto de la población, a medida que la ley de hierro va recortando su influencia en los asuntos públicos y expandiendo la de las élites partidarias. En las últimas etapas de este proceso, el partido político pasa a ser visto por el común de la gente como una organización criminal más, y el ascenso de un nuevo líder como algo no más relevante que el ascenso de un nuevo capo de la mafia. Tan poco sentido tiene interesarse por ello como interesarse por el perfeccionamiento de la actividad empresarial bajo un régimen que impone la planificación centralizada de la economía.
En el mundo Bitcoin, en cambio, las puertas a la competencia permanecen abiertas de par en par. No por el esfuerzo de un grupo de elegidos cuya misión es mantener esas puertas abiertas, sino porque no hay alternativa; quien intente cerrarlas quedará tarde o temprano aislado, a oscuras y abandonado en un fork estéril. Aquí nadie tiene privilegios: todos los proyectos enfrentan, en última instancia, el veredicto del usuario interesado en la utilidad y el éxito de Bitcoin.
Y los usuarios –en sentido amplio– de Bitcoin (ahorristas, inversores, consumidores, comerciantes, procesadores de pagos, etc.) siempre pueden elegir el software que mejor sirve a sus intereses. Los empresarios, por lo tanto, se arriesgan a ser despedidos en cualquier momento si pierden de vista la satisfacción de las necesidades de los usuarios. No pueden acudir, como en el mundo fiat, al favor del político para aislarse de la competencia: aquí solo es posible prosperar esforzándose por beneficiar a los usuarios –en otras palabras, aceptando las reglas del libre mercado–.
¿Y qué es lo que beneficia a los usuarios de Bitcoin? Sean cuales fueren los deseos y las necesidades de cada uno, es poco y nada lo que cabe esperar de Bitcoin si nunca llega a establecerse como unidad de cuenta. Todas las promesas de Bitcoin están sujetas a su condición de buena moneda; esto es, a la escalabilidad libre de intermediarios (léase dentro de la cadena de bloques), a la preservación del efecto de red, y al incremento de la capitalización de mercado.
El equipo a cargo del cliente Bitcoin Core puede continuar ignorando la escalabilidad libre de intermediarios, la preservación del efecto de red y la capitalización de mercado; lo que no puede hacer es eliminar los incentivos que obligan a tomar en serio esos requisitos. Al igual que todos los equipos que trabajan en clientes Bitcoin, los responsables de Core están expuestos a las fuerzas disciplinadoras del mercado, y seguirán padeciéndolas hasta que se dignen a prestar atención o –caso contrario, si insisten en darles la espalda– pierdan relevancia.
Así es como el libre mercado castiga a las oligarquías que se resisten a aceptar sus reglas; no con la guillotina sino con la marginación y el olvido.
Pero sería ingenuo esperar que la gente de Core sea reemplazada por un abrazo grupal entre bitcoiners finalmente reconciliados, o por un coro cacofónico de opinadores compulsivos. Mientras Core se enfoca en crear problemas para luego monetizar las “soluciones”, otros equipos trabajan duro para rescatar la visión de Satoshi Nakamoto. El desarrollo descentralizado no surge de una tenue red de programadores atomizados que aportan código en sus ratos libres, sino de la competencia –lo que no excluye la cooperación cuando el beneficio es mutuo– entre distintos equipos altamente motivados y bien organizados, cada uno con sus líderes que somos libres de seguir o no.
En Bitcoinlandia también rige la ley de hierro de la oligarquía, pero la última palabra no la tienen los oligarcas sino los usuarios.