Cuando un grupo de desarrolladores bien financiados toma decisiones increíblemente estúpidas o deliberadamente perjudiciales para las propiedades monetarias de Bitcoin, solo un fork contencioso nos permite rescatar la moneda de sus garras. La incapacidad de escindirnos de un proyecto destinado al fracaso nos condena a fracasar todos juntos, del mismo modo en que estamos condenados a sufrir colectivamente el periódico fracaso del dinero fiat.
Una vez producida la bifurcación, el mercado tendrá tiempo para inclinarse por uno u otro proyecto. Si las diferencias de opinión entre los diferentes grupos de desarrolladores eran triviales, no habrá bifurcación, o bien una de las cadenas resultantes tendrá un apoyo tan magro que acabará vegetando en compañía de miles de altcoins inútiles.
Por supuesto, nada le impide a un minero respaldar con su poder de cómputo una rama minoritaria, aislada, prácticamente desprovista de infraestructura y de usuarios y, en consecuencia, con una capitalización de mercado menguante, pero los recursos que invierta en ello se agotarán más temprano que tarde. Sería el equivalente a montar una gigantesca operación de minería a cielo abierto para obtener un metal imposible de vender a un precio que justifique la inversión.
Así como uno es libre de elegir desangrarse pero no de evitar las consecuencias de una hemorragia constante, un minero puede comportarse de manera estúpida o económicamente suicida pero no podrá evitar la bancarrota resultante de tal comportamiento. Es por esta razón que Satoshi decidió poner en manos de los mineros el poder ejecutivo de Bitcoinlandia: no hay nadie más incentivado que ellos para mantenerse del lado correcto de cada línea divisoria.
Lejos de convertirlos en dictadores, el poder que los mineros tienen sobre el protocolo –un poder que nunca deja de estar a prueba, y que siempre se encuentra amenazado– los convierte en los más prudentes custodios de las cualidades monetarias de Bitcoin. Si se equivocan al actuar, perderán ellos, y perderán de una manera tan obvia, tan rotunda y lastimosa, que harán todo lo que esté en sus manos para cambiar el rumbo hacia un destino rentable.
Como carecen de medios para imponerse por la fuerza y hacer pagar a otros el costo de sus errores, los mineros deben estar siempre atentos a las demandas del mercado. A diferencia de las autoridades investidas de poder coactivo, ellos son empresarios súper-especializados trabajando duro –en un entorno extremadamente competitivo que no perdona la insensatez– para ganarse el favor de usuarios e inversores ávidos de buena moneda. Las únicas reglas que los mineros pueden hacer cumplir son las que aceptarán de buen grado quienes requieren sus servicios.
Tenemos entonces por un lado una demanda insatisfecha de buena moneda por parte de usuarios e inversores en busca de alternativas al dinero fiat, y por otro lado unos mineros tratando de satisfacer esa demanda. Sin embargo, tanto usuarios e inversores como –en menor medida– mineros pueden conducirse temporalmente de manera irracional, lo que en este contexto significa: de manera incongruente con su afán de lucro. Muchos lo han hecho en el pasado, no pocos lo hacen actualmente, y es de esperar que unos cuántos lo sigan haciendo en el futuro, hasta chocar con el límite natural que el sistema opone a dicho comportamiento; a saber: la ruina económica.
En el largo plazo, quienes hayan apostado por estrategias irracionales (como introducir deliberadamente fricción en el sistema, o promover la división por diferencias triviales) perderán poder adquisitivo, y en la misma medida perderán influencia sobre el futuro de Bitcoin (BCH).
Así es como una moneda libre de fricción, de censura y de inflación se irá abriendo paso hasta alcanzar su Destino Manifiesto, ahora que Satoshi Nakamoto le ha dado cauce.