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Podemos usar la moneda – como usamos el lenguaje – sin conocer sus reglas, precondiciones, orígenes, etc. Pero comprender la manera en que la moneda funciona requiere cierto entrenamiento: es necesario ampliar el foco, situarse por encima de las relaciones personales – una predisposición que, según parece, no está grabada en nuestros genes.
Los vínculos que propician las redes sociales son experimentados y valorados en forma directa por sus integrantes, quienes permanecen conectados por motivos explícitos, ejerciendo un alto grado de control sobre las señales que emiten y reciben. En cambio, por medio de la moneda nos llegan señales útiles pero enigmáticas, y emitimos señales cuyo rastro se pierde casi de inmediato. Ante estos fenómenos, nuestro sentido común se rebela: “Si tenemos poco y nada en común con la inmensa mayoría de los que participan en tal sistema… ¿cómo se dirige el proceso productivo?; si ni siquiera nos conocemos… ¿cómo es posible que nos organicemos efectivamente para crear, producir y distribuir tantos bienes y servicios?”.
Al igual que la institución lenguaje, la institución moneda no surgió por decreto, y ciertamente no requiere una dirección central para funcionar. De hecho, establecer una dirección central es la mejor forma de entorpecer su funcionamiento; esto es, de obstaculizar el acceso a la prosperidad – cuando no a la mera supervivencia – de millones de personas que sólo pueden coordinar sus acciones de manera eficiente gracias al mecanismo de precios.
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