Sin dinero de curso forzoso, los estados no podrían endeudarse infinitamente a expensas de las futuras generaciones, ni robar el fruto de nuestro esfuerzo por medio de inflación y otros impuestos, ni sacrificarnos en guerras inútiles. En efecto, el dinero impuesto por la fuerza mantiene vivo al aparato estatal a expensas de la población productiva. Bitcoin – la pesadilla de todo banco central – actúa justo en sentido contrario: restableciendo la autonomía individual – ya que no puede ser utilizado como herramienta de control, fraude y usurpación por parte del Estado.
Pero lo que distingue fundamentalmente a Bitcoin del dinero emitido por los estados no es la tecnología criptográfica que lo respalda, ni las reglas que establece su protocolo, ni la comunidad en la cual se originó el proyecto; lo peculiar de Bitcoin – ¡horror de horrores! – es que su adopción es completamente libre y voluntaria, así como la elección de los fines a los que puede ser destinado. Quienes eligen Bitcoin no lo hacen bajo amenaza; por el contrario, tienen muy buenas razones para hacerlo.
De acuerdo a la imperecedera definición de Aristóteles, la buena moneda facilita el intercambio indirecto y la preservación del valor, y sirve como unidad de cuenta. Dichas funciones obedecen a los siguientes atributos de un determinado bien: durabilidad, portabilidad, fácil almacenamiento, difícil falsificación, homogeneidad, divisibilidad, fungibilidad, amplia distribución geográfica y, sobre todo, baja proporción entre su producción anual y el stock de existencias.
Por lo tanto, Bitcoin abriga el potencial de convertirse en la moneda por excelencia, y como tal, de actuar a un nivel mucho más profundo – y difundirse más rápidamente – que las redes sociales basadas en afinidades o en contactos laborales. ¿Por qué?