El mercado bajista ofrece al menos un par de beneficios injustamente ignorados. Bajo el peso del clima depresivo que ahoga los ánimos en esta etapa del ciclo, nadie parece estar de humor para festejar la purga de todos aquellos emprendimientos cuyo único sustento era el afán de riqueza instantánea de la última horda de “inversores”. Tampoco parece haber mucho interés en atesorar esos momentos de resignada calma que suceden a la manía especulativa. Se pierden así raras oportunidades para reflexionar, lejos ya de las predicciones alucinantes y de la agitación emocional potenciada por los medios masivos de comunicación.
Es cierto que los ataques nos han quitado impulso; es cierto que las divisiones internas han diluido el fertilizante que nutría el efecto de red; es cierto que el camino hacia la separación entre Moneda y Estado se ha hecho más empinado. Cabe recordar, sin embargo, que los grandes beneficiarios de Cryptolandia suelen ser, precisamente, los aficionados al alpinismo. No me refiero a los adictos al pico de adrenalina inducido por el vértigo, sino a quienes han iniciado la travesía equipados con el temple y los conocimientos necesarios para sortear innumerables peligros, entre los cuales ninguno es más letal que dejarse guiar por el rebaño.
¿Acaso acumular bictoins en los primeros años, cuando cada unidad no había alcanzado aun la paridad con el dólar, no era generalmente considerado una locura o una estupidez? Aquellos “locos” y “estúpidos” que se aferraron a sus “ceros y unos (lol)” contra vientos huracanados –contra los consejos bienintencionados de familiares y amigos, contra las advertencias de los “expertos”, contra la sorna de los “genios”, contra los caprichos de un mercado aun infantil– estaban haciendo historia, simultáneamente contribuyendo al despegue de Bitcoin y aprovechando la mejor oportunidad de inversión que haya sido jamás puesta a disposición del hombre común.
De más está decir que todo esto puede colapsar sin previo aviso, dejando un gran agujero humeante allí donde se alzaba la esperanza de un sistema monetario independiente de los bancos centrales. Aquí –como en todas partes– no hay garantías de éxito, ni mejor estrategia que examinar de manera imparcial cada proyecto y aceptar con humildad el margen de incertidumbre inherente a cualquier decisión financiera, dejando que las inclementes olas del humor colectivo se estrellen contra las propias convicciones.
Pongamos a prueba entonces, una vez más, nuestra tesis inicial de inversión:
♦ ¿Sigue siendo necesario contar con alternativas al dinero fiat?
La guerra contra los ahorristas, contra el dinero en efectivo y contra la privacidad en general no ha hecho más que empezar. Es probable que las alternativas a la moneda centralizada y de curso forzoso acaben siendo indispensables para sobrevivir a la depresión económica, la inflación y la insaciable voracidad fiscal de los gobiernos.
♦ ¿Ha mejorado la salud del sistema financiero?
Todo indica que la población productiva y responsable seguirá padeciendo los efectos de la emisión ilimitada de dinero fiat, el endeudamiento insostenible y el aumento de la presión tributaria. Los problemas ocasionados por el exceso de deuda pública y las promesas estatales imposibles de cumplir no se resolverán con más deuda y más promesas.
♦ ¿Siguen firmes los fundamentos?
Diez años de funcionamiento ininterrumpido no ponen la creación de Satoshi Nakamoto a la altura de los metales preciosos en el ranking de confiabilidad, pero no se puede negar que la tecnología y el sistema de incentivos que hacen posible la existencia de Bitcoin siguen superando la prueba del tiempo.
Como ha dicho Palamedes, el Sócrates del cryptomundo hispanohablante, «tanto el valor como el precio tienden al cambio, pero no a la misma velocidad». Si comprendes esto, comprenderás también que la disociación entre valor y precio es la piedra filosofal que todos los inversores buscan, aunque muy pocos den crédito a sus ojos cuando finalmente la ven brillar.
Mientras los fundamentos no muestren grietas, debemos aferrarnos a nuestra tesis de inversión –digan lo que digan los académicos a sueldo de la aristocracia financiera, los voceros del estatismo en los medios de comunicación, y los ambiguos garabatos de los analistas técnicos–.