Por Herbert García Nalón
Se ha observado desde hace mucho tiempo que las controversias ideológicas, religiosas, científicas, tecnológicas, o de cualquier otro tipo, en tanto que fenómenos sociales, muestran características peculiares reconocibles. Una de las más llamativas es la muy diferente intensidad con la que esas controversias se producen en comunidades distintas, y la relación entre dicha intensidad y la profundidad de los conocimientos sobre los asuntos que se debaten.
La ley de la Controversia de Benford viene a ser una formulación de una observación que al respecto hizo el autor de ciencia ficción Gregory Benford. Esta ley dice que la intensidad de una controversia, o la pasión que en ella se invierte, es inversamente proporcional a la información disponible para quienes intervienen en ella. Es decir que, en líneas generales, cuanto menos sabemos sobre algún asunto, más apasionados somos en nuestra defensa de nuestro punto de vista.
Lo cierto es que la cantidad de conocimiento que podemos adquirir sobre cualquier aspecto de la realidad es inevitablemente limitada, lo cual hace inexorable, según la ley de la Controversia de Benford, que exista algún grado de apasionamiento en las controversias. De lo contrario no serían controversias, sino consensos. Siempre habrá disparidad de opiniones dentro de una comunidad, pero no sobre lo que es sabido por todos sino, precisamente, sobre lo que es desconocido. Es decir, el conocimiento nos acerca, reduciendo el desacuerdo y el apasionamiento. Mientras que el desconocimiento, la ignorancia, nos separa, aumenta el desacuerdo y nos hace actuar de modo más apasionado y divergente.
Lo que vengo a sostener aquí es que este mecanismo social responde a una funcionalidad precisa, y que su existencia proviene de una utilidad biológica concreta. Es precisamente cuando no conocemos algo, pero necesitamos pronunciarnos para seguir tomando decisiones en nuestro avance, cuando es necesario ampliar el campo de exploración. Y la mejor manera de lograrlo es repartir nuestro esfuerzo para extendernos sobre esos espacios desconocidos, más amplios que los conocidos y que se extienden en direcciones divergentes, al menos hasta que alguien encuentre un camino claramente mejor. Esta división del esfuerzo, que podría perfectamente hacerse de una manera racional y amistosa, sin embargo suele hacerse por el mecanismo que la selección natural ha implantado en nosotros como patrón de comportamiento. Ello puede tener inconvenientes, pero también tiene sus ventajas.
Cuando tomamos una decisión movidos por el apasionamiento, adquirimos la seguridad en nosotros mismos y la determinación que el conocimiento no puede proporcionarnos, porque aún no está disponible. Es mala cosa enfrentarse a lo desconocido con miedo, porque así se resuelven muy mal los arriesgados retos que será necesario enfrentar.
Si nos pusiéramos todos racionalmente de acuerdo en que no sabemos con certeza qué es lo mejor, y que por lo tanto debemos dividir nuestras fuerzas para buscar nuevos caminos, la falta de apasionamiento nos llevaría a actuar con insuficiente determinación. La inexistencia de conflicto nos impulsaría a ser temerosos o excesivamente prudentes, y a actuar con la traicionera pretensión de que lo mejor para cada uno de nosotros es que el riesgo de esa aventura recaiga en los demás y no sobre nuestras espaldas. Es decir, podría incentivarnos a escatimar esfuerzos. Porque, una vez que otro descubra el buen camino, habrá tiempo de volver sobre nuestros pasos para aprovecharnos amistosamente del esfuerzo fructífero que ha realizado otro. Y si todos nos sentimos incentivados a escatimar esfuerzos, malas perspectivas tendremos para encontrar las mejores soluciones. La determinación es esencial, y no hay determinación sin apasionamiento, ni apasionamiento sin cierto grado de controversia o de conflicto. La capacidad de la razón para incentivarnos a descubrir soluciones es en realidad más limitada de lo que solemos creer.
La realidad concreta en la que debemos desenvolvernos está formada por lo que conocemos y, mayoritariamente, por lo que desconocemos. Acertar o no hacerlo forma parte de un procedimiento ineludible de selección de proyectos, de ideas y de acciones que, en última instancia, conduce a la verdad por la vía de la praxis. Cada error y cada acierto tendrán consecuencias sobre quienes los ejecutan, y esas consecuencias nos guiarán en cuanto a lo que ha de hacerse y lo que no.
Así que las bifurcaciones contenciosas no son solamente naturales, sino también deseables y beneficiosas para los objetivos que subyacen al proyecto fundamental, que es el desarrollo de nuestra propia vida. Sólo resta reconocer en el adversario la valentía y la determinación necesarias para adentrarse en su desconocido error o acierto, desearle en su camino la mejor de las suertes, y tener la generosidad de aceptar entre nosotros a quienes, no sin dolorosos conflictos internos, pudieran en algún momento futuro entender que eligieron el camino equivocado. Y también, desear de buena fe que el adversario actúe de igual manera con nosotros.