Una mañana (¿perdida?) en el banco

Image by Keith Bendis/Images.com/Corbis
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Son las diez y media de la mañana. La larga fila de individuos que esperan su turno llega hasta la acera. Indeciso, me acerco al policía que custodia la entrada del banco y le pregunto si toda esa gente está esperando a ser atendida en las cajas, o si algunos están ahí por otro motivo. “Todos para las cajas”.

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Antes de unirme a la fila, echo un último vistazo a quienes la integran: es encabezada por un hombre de al menos ochenta años, visiblemente cansado – lleva más de media hora defendiendo su lugar en la fila. No tiene donde sentarse. Abundan los jubilados y las amas de casa; un joven mira su reloj y abandona la fila.

Nadie sabe por qué todavía no han empezado a atender al público – es que nadie lo ha explicado. Antes de unirse a la fila, cada nuevo integrante hace la pregunta de rigor: “¿Toda esta gente está para las cajas?”. Parece que en el curso de treinta años a nadie se le ha ocurrido pegar un cartel que diga: “Cajas: fila aquí”.

A las once de la mañana empiezan a circular algunos rumores: “No llegó el tesorero”, “Llegó el tesorero pero no hay sistema”, “Hay sistema pero no hay efectivo”… Le pregunto a una señora que habla en voz alta cuál de todos los rumores le parece más verosímil. “No sé, pero no creo que vayan a atender hoy”, me dice. Sin embargo, no se mueve de su lugar en la fila.

¡Aleluya! Siendo las once y cuarenta y cinco de la mañana, la fila empieza a moverse. Lo hace lentamente, ya que de las tres cajas una sola está abierta. Me alegro por el anciano que llevaba dos horas esperando su turno. Ruido de sellos, impresoras, teléfonos que suenan. Hay un único empleado en el mostrador; todos los demás están ocupados completando formularios y llevando papeles de aquí para allá.

Image by unk's dump truck/flickr
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¡Mi turno! Son las doce y cuarenta del mediodía. El empleado me habla pero no me mira. Con voz monocorde me interroga: “nombre, apellido, documento de identidad, número fiscal…” Hago mi depósito y huyo, con la sensación de haber visitado un museo que las generaciones futuras mirarán con asombro, y feliz de haber usado este sistema moribundo para comprar bitcoins.

Feliz digo, a pesar de todo, porque el valor de cada bitcoin adquirido es inmune a los caprichos gubernamentales, y porque  al cambiar dinero de curso forzoso por moneda libre contribuyo a debilitar una institución violenta, corrupta y obsoleta que está destinada a caer… y merece caer.

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