Leer parte 1 de “Maldición y bendición del efecto de red”
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Lo que llamamos progreso es, en gran medida, el fruto de la remoción de los intermediarios no deseados –léase de los individuos que lucran introduciendo fricción en los intercambios–. Y hete aquí que Bitcoin es incompatible con la imposición de intermediarios. Los intermediarios ni siquiera pueden lucrar poniéndole peajes a la propagación de Bitcoin, dado que la infraestructura que permite su funcionamiento ya está construida. Todo lo que pueden hacer es colocar barreras en los puntos calientes de intercambio entre bitcoins y fiat: aterrorizar a los empresarios con citaciones, llenarlos de incertidumbre, multarlos de vez en cuando –sin previo aviso, por supuesto–, cambiar las reglas del juego día por medio –y hacerlas cumplir retroactivamente–, repartir licencias entre sus amigos… demostrar, en definitiva, que son ellos los dueños del circo.
Sin embargo, mientras los intermediarios impuestos por la fuerza se distraen con los sitios de intercambio centralizados –las únicas entidades que no tienen más remedio que someterse a cada uno de sus caprichos–, la nueva economía sigue creciendo de manera orgánica en niveles mucho más profundos. Por eso debemos preservar y cultivar con esmero esta ilusión de control, como todo lo que contribuye a la expansión de Bitcoin en esta primera etapa. Nuestras reverencias mantendrán a los reguladores concentrados en la punta del iceberg –en los aspectos más irrelevantes del fenómeno Bitcoin–, ignorando que el protocolo es inmune a la tiranía.
Los miembros de la clase política no comprenden las consecuencias de sus propios actos en el largo plazo, ni les interesa comprenderlas. Dada la naturaleza del sistema en el que se mueven, ellos tienden a maximizar los beneficios personales en el corto plazo (mediante sobornos, retornos, chantajes, dádivas, etc.), pues saben que los cargos que ocupan tienen fecha de vencimiento. Es una actitud esperable, dados los incentivos que están en juego, pero que a la larga se convertirá en su talón de Aquiles. He aquí la razón: como los políticos no están comprometidos con los votantes (pues nada los obliga a cumplir sus promesas) sino con cualquier paradigma que les garantice la posibilidad de vivir del trabajo ajeno, un cambio inevitable de paradigma requerirá de su parte un cambio de lealtad. Es una pirueta delicada, que intentarán evitar en la medida de lo posible, pero que hasta ahora nunca ha fallado.
Los gobiernos no aceptarán a Bitcoin de buen grado –al descubrir que se trata de una tecnología maravillosa–, sino a regañadientes –al descubrir que es imposible de frenar–. De hecho, si Bitcoin precisara el visto bueno gubernamental para existir, habría sido aplastado hace años, como fueron aplastados e-gold, Liberty Reserve y otros sistemas monetarios centralizados. Irónicamente, el Estado ha creado la necesidad de un sistema monetario resistente a la censura y, con el mismo puñetazo, ha eliminado a los candidatos a competir con Bitcoin.
¿Y ahora qué? Aumentar la fricción en los puntos de intercambio incentivará la huida hacia un sistema libre de fricciones; facilitar la adopción de Bitcoin por medio de garantías legales atraerá capitales, pero tarde o temprano condenará a los intermediarios a la irrelevancia. ¿Quién los va a extrañar en un mundo de carteras privadas, financiamiento directo, comercio descentralizado, remesas accesibles e instantáneas, contratos respaldados por la cadena de bloques, etc?
Con la fuerza de un tsunami, el efecto de red ha llevado a Bitcoin hasta las orillas de un territorio que está a punto de sufrir cambios irreversibles. Las jerarquías que hoy estrangulan a la población productiva perderán poder, y en su afán por recuperarlo no harán más que acelerar el cambio.