Aunque no sabemos cuándo serán finalmente abandonadas las instituciones políticas de la edad de Bronce, cabe suponer que tarde o temprano la combinación de impotencia gubernamental (tanto a nivel estatal como supraestatal) y libertad económica incoercible pondrá en jaque al antiguo régimen, dando lugar a una multiplicación de las opciones de gobernanza y eventualmente a la normalización del separatismo voluntario.
Dentro de este nuevo paradigma, las diferentes comunidades se verán forzadas a competir entre sí por atraer inversores y residentes, tal como compiten hoy entre sí los diferentes condominios en cualquier ciudad. ¿Quién puede oponerse a esta tendencia, sino los beneficiarios netos del poder coactivo? La experimentación en materia de organización social solo puede ser motivo de alarma para quienes se han acostumbrado a medrar con la explotación de seres humanos y, por ende, tiemblan ante la posibilidad de que acabe prevaleciendo –¡horror de horrores!– el respeto incondicional de los acuerdos voluntarios.
Para la población productiva, en cambio, más opciones siempre es mejor, y ninguna opción es más importante que la buena moneda, ella misma un destilado de opcionalidad al alcance de todos. De ahí que sea el blanco predilecto de tiranos, siervos voluntarios y otras criaturas viles: en ausencia de una buena moneda, el poder del conocimiento se debilita por falta de información económica fiable, y termina cediendo ante el poder coactivo. Fuerza bruta, ignorancia y pobreza –hermanas inseparables y siempre al acecho– vuelven entonces a señorear en un valle de lágrimas.
En ausencia de una buena moneda, el mejor conjunto de normas destinadas a promover y amparar la convivencia pacífica no impedirá la recaída en el despeñadero que nos devuelve magullados, una y otra vez, a la edad de Bronce, si es que tenemos la suerte de no seguir de largo hasta la edad de Piedra.
Mientras que la mala moneda transmite información confusa y corrompe a los actores económicos orientándolos hacia juegos de suma cero, la buena moneda introduce claridad y estabilidad en el plano de las relaciones comerciales –justo allí donde resulta vital para la creación de riqueza–, estableciendo un marco predecible dentro del cual los emprendedores pueden moverse con soltura, planificar a largo plazo, y sorprendernos con nuevas soluciones y oportunidades nunca antes divisadas.
El desorden monetario es tan pernicioso para la actividad empresarial como lo sería la frecuente redefinición del metro como unidad de longitud para la actividad ingenieril. Que tantos empresarios independientes del Estado sigan operando en un entorno como el actual es testimonio de su increíble resiliencia y capacidad de adaptación, y de la enorme magnitud del daño que puede infligirse a la población productiva sin llegar a extinguir por completo el espíritu que hace posible toda la riqueza existente.
Una vez esterilizada la autoridad estatal sobre los asuntos económicos y sociales, toda la inteligencia, el ingenio y el esfuerzo destinados hoy a la protección contra la incertidumbre política y la rapacidad estatal podrán volcarse finalmente a la solución de los problemas que subyacen a la mayoría de los males evitables, empezando por el milenario problema de la arbitrariedad legislativa.
Atrás quedarán los tiempos en que las normas eran impuestas a golpe de pluma sobre comunidades indefensas. Ideólogos delirantes, parlamentarios corruptos y burócratas miserables flotarán juntos en las aguas cloacales de la historia, dejando el campo libre a los empresarios de la gobernanza. Gracias a estos benefactores de la humanidad guiados por una rigurosa hoja de balance, el estándar que usaremos para medir el valor económico llegará a ser casi tan objetivo como los estándares que usamos para medir el tiempo y el espacio. Gracias a ellos, las leyes humanas llegarán a ser casi tan fiables como las leyes físicas; no por inmutables, sino por ser inmutables los principios que les darán forma.