Cuando un gobierno castiga la creación de riqueza y establece límites crecientes a la posibilidad de conservarla o de darle el destino que cada uno elige, las estrategias de supervivencia y desarrollo de suma cero cobran más y más adeptos hasta que la sociedad entera se convierte en una versión de “Mad Max” con toques de folclore local. Ya hemos visto esta película demasiadas veces a lo largo de la historia. Tantas veces, que no parece difícil anticipar lo que nos espera una vez que aprendemos a ubicarnos en el ciclo de auge, caída y recuperación de las civilizaciones.
Dada la llamativa regularidad de dicho ciclo, es tentador concluir que los humanos estamos condenados a tocar fondo colectivamente una y otra vez, y a redescubrir en cada una de esas ocasiones que no estamos hechos para vivir como salvajes. Este descubrimiento da lugar a un lento desarrollo de instituciones espontáneas –como la moneda descentralizada y la justicia imparcial– que vienen a potenciar nuestras cualidades específicamente humanas, hasta que el olvido de su razón de ser marca el comienzo de un nuevo declive.
A medida que nos deslizamos por la pendiente de la decadencia, las mismas ideas resbaladizas que ya habían clausurado ciclos anteriores aceleran el inevitable descenso: mientras unos resucitan el mito del buen salvaje –sin ser ellos mismos buenos ni salvajes–, otros, tan intelectualmente descarriados como los primeros, dan por descontados los frutos de la civilización, pues han llegado a la grata conclusión de que son frutos literales, que una vez maduros caen graciosamente sobre nosotros.
La abundancia, la seguridad, las comodidades, la belleza, el conocimiento, el constante progreso tecnológico, todas las riquezas que descienden de las más altas cumbres morales y espirituales, no se perciben ya como conquistas sino como “derechos inalienables” que el universo nos debe, y que solo podemos arrancarle mediante manifestaciones de indignación. Nada debemos, aparentemente, a las ideas, las ambiciones, las virtudes, la sabiduría, el trabajo duro y el sacrificio de millones de personas que nos precedieron –y que actuaron movidas por el sueño de un futuro que nosotros habitamos–, ni a las que hoy honran su legado.
La voz de la razón resulta ya imperceptible; en el ocaso de la civilización, solo se oyen las interminables exigencias lanzadas al aire por grupos cada vez más numerosos de supuestas víctimas impotentes. El deseo de independencia y de contribuir a la extensión y gloria del proyecto civilizador es reemplazado por el deseo de vivir cómodamente de los demás. Los reclamos de “justicia social” –entiéndase de “algo a cambio de nada”– se hacen cada vez más rutinarios y estridentes. Las propias condiciones de posibilidad de todos esos bienes tangibles e intangibles que hemos heredado –de todo lo que es sublime, o simplemente noble y decente– son ignoradas, y así es como llegan a deteriorarse hasta el punto en que ceden bajo nuestros pies, como el falso suelo de una trampa en la que hemos caído.
Esta vez es diferente
¿Pero qué pasa cuando una nueva tecnología permite conservar la propia riqueza e invertirla en lo que cada uno quiere, independientemente de las opiniones que otros buscan imponer por la fuerza? ¿Qué pasa cuando la población productiva obtiene y aprende a dominar los medios necesarios para defenderse del pillaje institucionalizado, e incluso para contraatacar? Estas son las preguntas que se hizo Satoshi Nakamoto, y que a nosotros nos toca responder.
Si, como yo creo, Bitcoin (BCH) ha llegado para quedarse, podríamos estar asistiendo a los albores de un nuevo paradigma en el que saqueadores, parásitos y directores de vidas ajenas pierden, mientras que las personas productivas, responsables y respetuosas de las libertades ajenas ganan. Podríamos estar saliendo del círculo vicioso que nos devuelve recurrentemente a un estado semisalvaje, para empezar a transitar un camino hacia niveles desconocidos de civilización.
La transición, sin embargo, no será un agradable paseo. ¿Crees que la oligarquía político-financiera se quedará de brazos cruzados frente a la amenaza que representa la liberación de la institución Moneda? Nadie dará el brazo a torcer: los dueños del poder coactivo seguirán apostando al mantenimiento de las estructuras socioeconómicas que garantizan su mal habida prosperidad; y sus víctimas lucharán para abandonar su condición de ganado humano, aunque esta vez con esperanzas bien fundadas de lograrlo.
Tenía razón Stalin en aquello de que no se puede hacer una tortilla sin romper algunos huevos. Pero aun está por verse si la tortilla del futuro será preparada conforme a la receta de Stalin o a la de Nakamoto, y por lo tanto los huevos de quién habrán de romperse en el proceso.