Millones de años de evolución nos han condicionado para huir de la complejidad y refugiarnos en modelos sencillos que nos permitan entender en segundos qué es lo que está ocurriendo y determinar cuál es el mejor curso de acción a seguir. La incertidumbre nos paraliza y nos llena de angustia. Si no encontramos rápidamente una explicación a una situación inesperada que amenaza con perjudicarnos, a menudo nos sentimos compelidos a hacer cualquier cosa con tal de aliviar ese insoportable malestar. Bajo ciertas circunstancias, parece ser que preferimos adoptar precipitadamente un modelo erróneo a reconocer nuestra ignorancia y la medida de nuestra impotencia. De ahí el éxito de las ideologías –y del tarot–.
Así es como estamos cableados. Es inútil rebelarnos contra nuestros impulsos más primitivos; todo lo que podemos hacer es tomar consciencia de su naturaleza y tratar de ponerlos a nuestro servicio, como haríamos con un caballo salvaje que se resiste fieramente a la doma. Pero eso requiere paciencia y disciplina.
El pecado más grave que puede cometer un inversor no es ignorar las numerosas variables que no está monitoreando activamente, sino ignorar la existencia de variables por fuera de su campo visual, y luego actuar como si no hubiera un ancho margen de incertidumbre permanentemente asediando el improvisado fortín de sus certezas; como si fuera posible predecir con exactitud el “comportamiento del mercado” para exprimirlo a fondo sin más herramienta que una teoría elegante y omnicomprensiva.
El mal inversor viste de seda teórica el sesgo típicamente antropoide que lo impulsa a actuar en base a meros fragmentos de información. Cuando la realidad lo contradice, tiende a redoblar la apuesta en un intento desesperado de salvar su confianza en el modelo. Y así se va hundiendo… en el mismo fango en que se hunden todas las teorías que tratan a los seres humanos como simples partículas en movimiento. Aunque pretende distinguirse de la masa, irónicamente es él quien, poseído por sus emociones e inconsciente de su extravío, se torna predecible.
Cuando la suerte lo favorece, el mal inversor se siente un dios de las finanzas; cuando la suerte le juega en contra, cree ver poderes ocultos en cada rincón, los cuales aparentemente conspiran para empobrecerlo porque no toleran su divina clarividencia. Es fácil ver cómo esta concepción supersticiosa del mercado –según la cual todo movimiento tiene un desencadenante puntual, todo acierto fortuito una explicación incontrovertible, todo revés un culpable en las sombras– refuerza la propensión maníaco depresiva de las masas de inversores.
Cuando todos los malos inversores terminaron de comprar todo lo que querían comprar, se reclinaron cómodamente para ver cómo el precio de sus criptomonedas favoritas continuaba escalando hacia el infinito. Pero ya no había quién mantuviera la ilusión de una riqueza que parecía multiplicarse mágicamente. Entonces el ánimo cambió: ya no cundía el pánico comprador –el miedo a quedarse afuera–, sino el pánico vendedor –el miedo a quedarse adentro–, y el baño de sangre comenzó.
El buen inversor no gana porque está en lo cierto, sino porque el rebaño se equivoca. Y el rebaño siempre se equivoca: en 2010/2011 se equivocaba al ver en Bitcoin una estafa o un juguete novedoso; en 2017/2018 sigue sin entender cómo es que el diseño original de Bitcoin (BCH, Bitcoin Cash) hace posible la existencia de una moneda digital descentralizada, segura, resistente a la inflación y a la censura, a escala universal.
El buen inversor recibe este baño de sangre como un regalo de Satoshi, porque nunca pierde de vista los principios inmutables de la economía –esos que garantizan el fracaso del dinero estatal–. Sus certezas son escasas, pero lo suficientemente firmes como para mantenerlo cuerdo en tiempos de locura.