Contra todo consejo médico, he cometido la imprudencia de leer esta entrevista a un tal Evgeny Morozov, uno de esos intelectuales “críticos” que sospechan de todo menos de la omnisapiencia y omnipotencia de ministros y burócratas. Su visión de los cambios que internet ha impulsado puede resumirse en una de sus frases más representativas: “Esta es una transición neofeudal enmascarada como un avance hacia el progreso tecnológico, la innovación disruptiva y demás”.
Pero Evgeny está lejos de ser un predicador solitario. El último gran ogro que los tumores malignos de la sociedad intelectuales estatistas han decidido resucitar es, como siempre, –se me aburren los dedos al tipearlo– “un nuevo desafío que los líderes políticos tendrán que enfrentar para proteger a la humanidad de las fuerzas ciegas e inclementes del capitalismo tardío”. (Explotar la ignorancia sembrada por el sistema “educativo” estatal para el enaltecimiento del propio Estado es la especialidad de los defensores del pillaje institucionalizado intelectuales estatistas).
El ogro parece ser, una vez más, la automatización motivada por el afán de lucro.
¿Pero acaso no habíamos superado el miedo irracional a la automatización hace más de doscientos años? No. El miedo irracional es el alimento básico de las prostitutas del poder de turno los intelectuales estatistas, y por ende seguirá siendo cultivado por ellos con el celo de un jardinero japonés. ¿De qué otra manera pueden ganarse la vida unos sujetos que han jurado por la memoria de Karl Marx que jamás aportarían algo valioso a la vida de sus semejantes? Adheridos como sanguijuelas al cuerpo social, estos manipuladores al servicio de sociópatas intelectuales seguirán desenterrando ogros mientras los fondos estatales sigan lloviendo subre sus cátedras. Porque es eso o ganarse la vida honradamente –¡Dios no lo permita!–.
Pero a no confundirse: los sacerdotes del culto al Estado intelectuales no se refieren a la automatización de los tiempos de la Revolución Industrial –esa que los “pobres luditas” habían interpretado como una maldición–. “Esta vez es diferente”, aseguran nuestros abyectos predicadores del miedo y el odio intelectuales, como si los efectos económicos de un mismo proceso (la automatización aplicada al aumento de la productividad) pudieran no solo variar sino resultar diametralmente opuestos cuando tienen lugar en otro momento o lugar.
Según los militantes de la causa antihumana intelectuales estatistas, es obvio que los luditas eran unos infelices totalmente descaminados –con las mejores intenciones, por supuesto, aunque aferrados a un modelo insostenible desde la Revolución Industrial–, a diferencia de los taxistas que protestan contra Uber –estos sí unos abanderados de la “justicia social” y ejemplos de conciencia ciudadana–. ¿Pero cuál vendría a ser la diferencia entre unos y otros?
Decir que el problema es el grado de automatización –la “excesiva” eficiencia– equivale a decir que “mejorar es empeorar”. Admitamos que no hay que ser Aristóteles para destapar esa falacia. Tanto el progreso material como el espiritual dependen de la creación y adopción de tecnologías que incrementan la productividad y de esa manera permiten ahorrar trabajo humano. No importa si hablamos de las herramientas que el Homo habilis empezó a confeccionar hace unos dos millones de años o de la inteligencia artificial aplicada al riego por goteo; el aumento de la productividad se traduce en un estándar de vida general más elevado, así como en una mayor disponibilidad de tiempo libre para dedicar a actividades más satisfactorias que, digamos, esconderse de predadores, recoger algodón o llenar formularios.
¿Problema para quién, entonces? Si se mantiene la tendencia hacia mayores grados de automatización, es lógico suponer que en el futuro vamos a tener que trabajar menos que ahora, así como ahora se trabaja en general menos que hace 100 años, y hace 100 años se trabajaba menos que hace 200. Pero dado que menos trabajo y más abundancia no es precisamente lo que el común de la gente relaciona con un escenario catastrófico, los abusadores de la población productiva intelectuales estatistas se apuran a encender las alarmas: “¡¿Qué será de los seres humanos desplazados por este proceso?!”, se preguntan, ocultando bajo una mueca de preocupación “por la humanidad” su propio temor a la obsolescencia del aparato estatal.
La soberanía individual es a los legitimadores profesionales del saqueo a gran escala intelectuales estatistas lo que la cryptonita es a Superman. Cuanto menos dependemos de la agresión institucionalizada para mantener nuestro nivel de vida, más claro nos resulta el verdadero rol que juegan los parásitos culpógenos intelectuales integrados a esa pegajosa amalgama que forma el Estado con la academia y el periodismo. Lo que temen estos cobardes escondidos detrás del monopolio de la violencia intelectuales estatistas es quedar en evidencia, tras el matemáticamente inevitable colapso del “Estado benefactor”, como el lastre que son para la humanidad. Sin la protección de los saqueadores oficiales, ellos perderán poder (capacidad de hacer daño sin exponerse a represalias), prestigio (ganado en base a su capacidad para reforzar las creencias que sostienen el status quo), control sobre la vida de otros (su razón de ser), y, por último –aunque no menos importante–, su parte del botín.
No son los robots los que nos desplazan y amenazan con minar nuestro nivel de vida; por el contrario, en un contexto de libre mercado los robots están allí para servirnos. La verdadera máquina de empobrecer y marginar seres humanos es el Estado, y lo hace con tal eficiencia que a menudo logra eliminar por completo los beneficios naturalmente derivados del rápido progreso tecnológico. Veamos a través de qué mecanismos…
Dinero estatal. La depreciación del dinero acumulado con esfuerzo productivo impide que el común de la gente goce plenamente de las ventajas de la tecnología. ¿De qué sirve producir más si no es posible convertir en riqueza duradera el fruto del propio trabajo?
Programas “educativos” estatales: preparan a la gente para trabajos que no van a existir; fomentan la dependencia y la confianza en estructuras sociales agotadas; promueven valores, hábitos, actitudes y expectativas que encajan en un paradigma en franca decadencia.
Regulación laboral: al desalentar y encarecer la contratación, acelera la incorporación de tecnologías que sustituyen mano de obra de baja calificación. Esto dificulta la adaptación gradual de los trabajadores a la nueva realidad.
Reducción forzosa de la tasa de interés: también impulsa artificialmente la sustitución de mano de obra, ya que incentiva la inversión en tecnologías que ayudan a eludir los efectos deletereos de las regulaciones.
Burocracia: el requerimiento de licencias y otros complicados y onerosos trámites condena a millones a la marginalidad y entorpece la reasignación de los recursos liberados por la adopción de nuevas tecnologías.
Patentes: garantizan el privilegio de la explotación de una nueva tecnología a la compañía con el mejor equipo de abogados, obstaculizando los procesos de mercado que diseminan y multiplican los beneficios del progreso tecnológico.
Subsidios a los desempleados: desmotivan y aislan del mercado a sus “beneficiarios”. En lugar de aprovechar las oportunidades que ofrecen las nuevas tecnologías, los desempleados crónicos dejan caer su peso sobre la población productiva, lo que aviva el mutuo resentimiento y lastra la economía.
El problema no es, entonces, la tecnología que las personas adoptan libre y voluntariamente para mejorar su calidad de vida y la de otras personas; el problema es la imposición coactiva de “soluciones” por parte de los “expertos” en planificación de vidas ajenas.
Ahora bien, el Estado no puede controlar la inflación, la tasa de interés, los programas educativos, las relaciones laborales, la estructura empresarial, la distribución del ingreso, etc. sin antes obligarnos a usar el dinero cuya emisión ha monopolizado. Por lo tanto, debemos concluir que la automatización solo es un problema si el Estado mantiene el control de la moneda que usamos.
¿Se les ocurre alguna solución?