Cada vez que el precio del bitcoin bate récords, un ejército de voces «prudentes» invade los foros: «Bitcoin sigue siendo un experimento», dicen; «Bitcoin no está exento de riesgos», dicen. Frente a estas advertencias cabe, sin embargo, preguntarse: ¿comparado con qué? Bitcoin no sólo es un bastión de seguridad comparado con el peso argentino, el bolívar venezolano o el rial iraní; lo es comparado con cualquier forma que adopte el dinero de curso forzoso.
La muerte súbita del dinero estatal puramente fiduciario – después de circular, en promedio, no más de 50 años – es, de hecho, la norma a lo largo de la historia, y no debemos olvidar que nunca antes el mundo entero había estado sometido a este peligroso experimento. Por eso, a los que nos advierten que sólo invirtamos en bitcoins lo que nos podamos dar el lujo de perder, nos gusta recordarles, como a menudo hace Max Keiser, que sólo deberían depositar en el banco lo que puedan darse el lujo de perder.
A diferencia del dinero estatal, Bitcoin se basa en un modelo que ha ofrecido garantías durante miles de años: el de los metales preciosos. Pero si Bitcoin lleva funcionando poco más de 4 años… ¿está justificada la actual fiebre del bitcoin? ¿Podría Bitcoin convertirse rápidamente en una moneda incluso mejor que el oro? José Luis Ricón, el autor de esta primera ponencia en el debate «Bitcoin versus oro» promovido por Liberal Spain, piensa que si.
Sea una sociedad libre de injerencias estatales, asúmase que Bitcoin ha aguantado varios años sin colapsar y que ha ido ganando usuarios tal que ha alcanzado una gran estabilidad.
En estas condiciones de libre mercado, comparemos ambas monedas y tratemos de averiguar si una es superior a la otra, o si existen puntos en las que cada una brille por separado.
En primer lugar, hemos de establecer qué es el dinero y para qué sirve. Una definición (la mía) es que el dinero es un invariante intertemporal, interespacial e intersubjetivo de valor. O más correctamente, un bien es más dinerable cuanto más se aproxime a ese concepto. Como usos, los clásicos: depósito de valor (debe ser capaz de atesorar valor en el tiempo, de ahí la invarianza temporal), unidad de cuenta, y medio de cambio (debe ser aceptado por individuos dispersos a cambio de mercancías, de ahí la invarianza espacial, y la unidad debe ser valorada, céteris paribus, igual por la gran mayoría de la gente, de ahí la invarianza subjetiva). Una definición mengeriana estaría en la línea de “Ser el bien cuya utilidad marginal decrece más lentamente o lo que es lo mismo, ser el bien más líquido”.
Podemos deducir de esta concepción del dinero que aquello que tenga que servir como tal debe reunir una serie de propiedades: