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El mejor sistema de organización social no es aquél teóricamente capaz de predecirlo todo y de establecer qué tenemos que hacer, cómo tenemos que hacerlo y cuándo tenemos que hacerlo.
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No importa cuánta tecnología le arrojemos a un sistema social basado en una mala teoría; sus resultados serán siempre catastróficos. Por supuesto, eso no le impide a una nueva generación de tecno-utopistas presagiar un futuro gobierno de máquinas providenciales que – esta vez sí – abolirán todos nuestros problemas. Si esto les suena extrañamente familiar, es porque se trata de una versión más – esperemos que la última – del colectivismo, y como tal no hace más que volver a expresar la nostalgia de un pasado tribal – de un jefe sabio y todopoderoso; de una tradición que dé cuenta de todo.
El mejor sistema de organización social es aquél que funciona merced a unas reglas sencillas, estables y aceptadas de buen grado por todos los participantes; aquél que provee un marco dentro del cual cada uno es libre de hacer lo que quiera, excepto eludir las consecuencias de sus actos. La prosperidad y la justicia son simples corolarios de tal sistema.
Un sistema monetario como Bitcoin, cuyas reglas premian la conducta mutuamente beneficiosa y desincentivan fuertemente la usurpación y el fraude, hace prácticamente imposible la falsificación, la inflación y el endeudamiento en nombre de otros (y por ende prohíbe los proyectos faraónicos y las guerras, entre otros pasatiempos gubernamentales).
Bitcoin es, desde un punto de vista económico y técnico, infinitamente superior al sistema monetario vigente, pero también lo es desde un punto de vista moral. Esto explica por qué, a pesar de todas sus ventajas, hay quienes se oponen a Bitcoin.
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