En definitiva, para alcanzar la prosperidad sólo necesitamos que nos dejen en paz: que nos dejen crear, trabajar, producir, invertir… Sin embargo, para los miembros de la clase productiva (pues no hay más que dos clases: la parasitaria y la productiva) hoy en día es más fácil alcanzar la cima del Everest que la libertad financiera.
Bajo reglas abstractas, coherentes, no arbitrarias – en otras palabras, bajo reglas justas – perfeccionarse en una determinada disciplina, trabajar duro e integrarse eficientemente en un sistema de división del trabajo son factores que condicionan, salvo muy mala fortuna, el éxito económico (y aún en caso de mala fortuna, la prosperidad ajena ayuda a paliar la desgracia propia).
Bajo las reglas hoy vigentes, en cambio, es común encontrar gente extraordinariamente noble y productiva sobreviviendo a las cambiantes regulaciones, a la corrupción, a la inflación, a los crímenes que sus impuestos no sólo no detienen sino que promueven; gente forzada a entregar el fruto de su trabajo a una clase parasitaria en expansión, y destinada a una vejez de pobreza tras haber dedicado la vida entera a la satisfacción de necesidades ajenas muy concretas.
Cerraremos este post con un párrafo que pertenece a una serie anterior:
Sin dinero de curso forzoso, los estados no podrían endeudarse infinitamente a expensas de las futuras generaciones, ni robar el fruto de nuestro esfuerzo por medio de inflación y otros impuestos, ni sacrificarnos en guerras inútiles. En efecto, el dinero impuesto por la fuerza mantiene vivo al aparato estatal a expensas de la población productiva. Bitcoin – la pesadilla de todo banco central – actúa justo en sentido contrario: restableciendo la autonomía individual – ya que no puede ser utilizado como herramienta de control, fraude y usurpación por parte del Estado. (Por qué la moneda del futuro no surgirá de las redes sociales III)