Seguridad estatizada es seguridad deficiente –o directamente inseguridad–; justicia estatizada es justicia deficiente –o directamente injusticia–; correo estatizado es correo disfuncional; atención de la salud estatizada es mala atención de la salud; educación estatizada es mala educación; etc. etc. ¿Por qué, entonces, habría de sorprendernos que la moneda estatizada sea mala moneda?
Desde los ministerios, los claustros y los medios masivos de comunicación se nos asegura que, así y todo, podríamos estar mucho peor: que sin el aparato coercitivo del Estado (sin el aparato que garantiza los privilegios de funcionarios, profesores, periodistas, compinches del poder de turno y víctimas profesionales) no solo tendríamos inseguridad, injusticia, insalubridad, ignorancia, inflación, etc., sino que además viviríamos refugiados en cavernas subterráneas, con suerte unos pocos días antes de ser exterminados en una guerra de todos contra todos.
Al parecer, deberíamos inclinarnos ante los paladines de la fuerza bruta y entonar un peán en su honor. “¿Qué sería de nuestra civilización si no fuera por la redistribución compulsiva de la riqueza, la acción justiciera de los entes reguladores y la intervención contracíclica de los bancos centrales?”, nos preguntan retóricamente –dejando bien claro que no esperan de nosotros una respuesta sino una humilde reverencia–.
“¿Mala moneda? Vamos, ¡no es para tanto!”, nos dicen con sonrisa indulgente; luego nos guiñan un ojo en gesto cómplice y nos animan a defendernos de la depreciación mediante el endeudamiento y el consumo (“¿quién necesita ahorrar hoy en día?; ¿acaso estamos en el siglo XIX?… lol”), o bien adquiriendo activos a los precios inflados de una burbuja crediticia sin precedentes.
¿Qué puede salir mal?
Mientras el pensamiento mágico económico siga prevaleciendo –mientras el cuerno estatal de la abundancia siga siendo considerado un instrumento real, del cual nos ha privado el pérfido capitalismo–, todo volverá a salir mal. Lo cierto es que el cuerno de la abundancia –contrariamente a lo que nos han enseñado– no existe; lo cierto es que sin crecimiento económico, miles de millones de personas enfrentan un futuro sombrío, y no hay crecimiento económico sin ahorro, ni ahorro sin buena moneda.
Dadas las catastróficas consecuencias que cabe esperar de la próxima gran crisis, a nadie debería resultarle indiferente el destino de Bitcoin. En ausencia de una moneda descentralizada y sin fronteras, refractaria a la censura, la confiscación y la inflación, rápida, segura, confiable, accesible y escalable, todas las aplicaciones con las que fantasean los promotores de la «cadena de bloques» –así, en abstracto, como si fuera posible separar la cadena de bloques del sistema de incentivos al que esta debe la integridad de sus cualidades– no son más que delirios totalmente inviables .
La implementación del proyecto de Satoshi Nakamoto servirá para separar definitivamente la Moneda del Estado, poniendo fin de una vez y para siempre al saqueo institucionalizado y a los estragos del ciclo económico… o no servirá para nada.
Si logramos llevar a buen puerto el arca de Satoshi Nakamoto, que es el arca de todo ser humano íntegro e ilustrado, indudablemente el mundo será –tras una dura y aleccionadora transición– un lugar mejor. Caso contrario, la gran crisis solo será el primer plato, al cual seguirá el segundo, el tercero y el cuarto, y luego del postre, vómito colectivo y vuelta a empezar, hasta que una virulenta resaca imprima en nuestros cerebros una reacción instintiva de asco ante la borrachera de dinero falso y deuda ilegítima.