Una vez que el control monopólico del sistema monetario y financiero ceda ante el avance de la buena moneda, el desarrollo ininterrumpido de la civilización tendrá finalmente la oportunidad que la historia le ha negado. Quizás veamos entonces desplegarse ante nosotros, ya sin obstáculos, el poco menos que milagroso potencial de nuestra especie.
¿Quién sabe cuántos emprendimientos habrán fracasado en los últimos cien años no por ser malos sino por haberse llevado a cabo en un entorno plagado de distorsiones económicas? ¿Quién sabe cuántos descubrimientos no tuvieron lugar, cuántas innovaciones no llegaron a madurar, cuantas oportunidades fueron desperdiciadas o ni siquiera llegaron a ser divisadas?
¿Quién sabe, en definitiva, qué serán capaces de hacer los empresarios cuando tengan por fin las manos desatadas, en un campo de juego predecible que favorezca tanto la competencia como la cooperación entre ellos, libres por fin del veneno para el aprendizaje y el crecimiento que es la injusticia en la forma de extorsión –o bien, del otro lado del cañón estriado, en la forma de ganancia garantizada–?
No sabemos ni podemos saber cómo lucirá el mundo en ese futuro que, no obstante, anhelamos, porque la naturaleza de la actividad empresarial bajo reglas adoptadas voluntariamente lo hace totalmente impredecible. Tal vez para encontrar un momento histórico análogo al actual deberíamos remontarnos a los albores de la revolución industrial, cuando nadie podía imaginar los alucinantes cambios que el mundo estaba a punto de experimentar.
Uno de los principales factores desencadenantes de aquella explosión de riqueza que nos separó de la era malthusiana, fue la creciente adopción del patrón oro, bajo cuyo imperio la actividad económica se vio, por un instante glorioso, a salvo de interferencia coactiva en un grado sin precedentes.
Lo advirtamos o no, los portentos científicos, tecnológicos, culturales y comerciales que tuvieron lugar en el siglo XIX aún moderan la pendiente negativa de nuestra decadencia. De alguna manera seguimos siendo beneficiarios del patrón oro, y es posible que su reemplazo por este sistema basado en dinero estatal de emisión irrestricta y circulación forzosa, además de haber liberado los demonios responsables del gran democidio del siglo XX, haya retrasado no menos de un siglo la cura de enfermedades que matan a millones de personas año tras año.
Pero es inútil ponerse a comparar el número de víctimas comprobadas contra el número de víctimas en un escenario contrafáctico. De todas formas, el patrón oro estaba destinado a fracasar, simplemente porque podía ser abandonado –y dada la natural tendencia del Estado a rebasar todo límite a su poder, tarde o temprano iba a ser abandonado– en beneficio de los intermediarios financieros aliados al establishment de turno.
Esta vez, sin embargo, no hay patrón del cual retirarse ni habrá patrón al cual regresar, porque la moneda que viene al rescate no requiere intermediarios ni custodios. Los admite, por supuesto, pero puede funcionar perfectamente sin ellos.