Casi nadie defiende hoy la doctrina del “Destino Manifiesto”, quizás porque tal concepto suele asociarse a la expansión imperial de los EE.UU. en su etapa más agresiva –a la idea de que es tan obvio que los EE.UU. son cultural y políticamente superiores, que cualquier barbaridad está justificada mientras ayude a ampliar y reforzar su dominio–.
Al igual que la idea del comunismo como destino inevitable al que nos conducen las fuerzas de la Historia, la idea de un destino de gloria nacional escrito en las estrellas ha sido (correctamente) descartada como un delirio más de los tantos que han sabido camuflar los intelectuales al servicio del poder.
Tanto el paraíso comunista precedido por la dictadura del proletariado como el bombardeo a gran escala como método para civilizar el mundo lucen hoy –afortunadamente– como locuras monstruosas, pero eso no significa que debamos renunciar a la idea de un Destino Manifiesto.
Ya sabemos que la utopía comunista es un sueño que acaba en pesadilla, pero eso no significa que las fuerzas históricas han desaparecido con ella; los marxistas simplemente no supieron –o no quisieron– interpretarlas correctamente. Por su parte, los colonos de Norteamérica estaban realmente fundando una sociedad única, pero el experimento de un Estado reducido a su mínima expresión –y su correlato: las libertades individuales llevadas a su máxima expresión– degeneró rápidamente en el Leviatán más poderoso que el mundo jamás haya visto.
¿En qué fallaron estos ideales? El comunismo y el minarquismo comparten un error de base: la fe inquebrantable en el poder del Estado en manos de una vanguardia ilustrada. Ninguno de los promotores de estas utopías imaginaba que el Estado –esa institución milenaria que pretendían manipular para acelerar los cambios en la dirección anhelada– podía comérselos marinados en sus propias ilusiones, tal como antes se había comido a tantos otros revolucionarios y reformistas bienintencionados. Estaban convencidos de que ellos sí, a diferencia de todos los anteriores, podían domar al monstruo y ponerlo a su servicio.
Cuando el miope mira la historia ve el fracaso del monarquismo, de la democracia representativa, del fascismo, del comunismo, etc., sin ver lo que estos sistemas tienen en común: no ve que es el estatismo lo que ha fracasado siempre, en todas sus formas y en todos sus cometidos.
Bitcoin es una respuesta al fracaso estatal en materia de moneda, así como los sistemas de alarma domiciliarios son una respuesta al fracaso estatal en materia de prevención del delito, Uber es una respuesta al fracaso estatal en materia de regulación del transporte, airbnb una respuesta al fracaso estatal en materia de regulación del alojamiento, etc. etc. Con la salvedad de que Bitcoin, al igual que BitTorrent (la respuesta a la intromisión estatal en el intercambio de archivos digitales) y PGP (la respuesta a la intromisión del Estado en nuestras comunicaciones) no tiene oficinas que puedan ser clausuradas.
Bitcoin no es un intento más de capturar el poder coactivo para guiar a las masas desde una torre de marfil. De hecho, es exactamente lo contrario: Satoshi propuso reemplazar la brujería estatista –eso que los intelectuales prostituidos prefieren llamar “planificación centralizada” cuando se inspira en sus propios delirios megalomaníacos– por un sistema basado en teorías coherentes y contrastables, ancladas tanto en la realidad objetiva como en los principios de la acción humana.
Y dado que el control de la institución moneda es uno de los pilares del Estado moderno, la propia existencia de Bitcoin representa un reto al poder coactivo, un abierto desafío a la idea de que el mandato de unos (sean pocos o muchos, sean o no étnica o culturalmente homogéneos), bajo cualquier pretexto, es legítimo e inevitable, y que por lo tanto debemos resignarnos a la obediencia compulsiva.
Indiferentes ante la amenaza de violencia, los ciudadanos de Bitcoinlandia responden exclusivamente a sus propios intereses. Bitcoin, una entidad no limitada geográfica, política o ideológicamente, se resiste a ser cooptado por cualquier grupo de iluminados que crean encarnar su destino: dada su estructra fundamental, no hay manera de ejercer un control centralizado sobre todo el sistema, pues el costo de la desobediencia a las normas arbitrarias es prácticamente nulo.
En Bitcoinlandia, los desarrolladores proponen y los usuarios disponen. Es gracias al mercado libre que Bitcoin se mantiene seguro, robusto y práctico, no gracias a la democracia (el interés de una mayoría circunstancial a expensas del conjunto) o al consenso entre cinco monigotes encerrados en una habitación (por más dinero fiat que lleven en sus alforjas). En un mercado libre solo se admite la persuasión o la disuasión; tratar de mover a otros como si fueran piezas de ajedrez se paga inexorablemente con pérdida de influencia y reputación.
Pero esto choca de frente con el paradigma estatista. Los habituados al capitalismo de compinches seguirán apostando a la política, y el dinero fiat de los “capitalistas de riesgo” seguirá lloviendo sobre todo aquel que pueda imponer normas diseñadas a medida para garantizar sus privilegios.
En el mundo fiat, las maniobras de los lobbystas y sus amigos en el poder perjudican a todos los que podrían competir con ellos o beneficiarse de tal competencia. Mala suerte; seguirás pagando el precio de sus privilegios –o de su analfabetismo económico, si prefieres asumir buena fe– mientras puedan obligarte a hacerlo. Pero justo aquí es donde brilla el sistema de incentivos creado por Satoshi Nakamoto: en Bitcoinlandia nadie puede someterte a los dictados de un comité, puesto que la posibilidad de romper con quienes aspiren a monopolizar el sistema monetario y financiero se halla a un par de clicks de distancia.
El problema con el “Destino Manifiesto” es que a menudo quienes dicen haberlo identificado se autoproclaman guías de todos los demás. Bitcoin repele tales caracteres porque no es un movimiento; no requiere uniformidad de acción ni homogeneidad de pensamiento. Bitcoin tiene un Destino Manifiesto, pero no necesita profetas ni pastores ni ejércitos para alcanzarlo. Si eres capaz de discernirlo con claridad, y entiendes el contexto que lo hace imperioso, mejor para ti; no tienes que convencer a nadie de que Satoshi Nakamoto ha desatado fuerzas implacables. Para bien o para mal, todos llegarán a sentirlas eventualmente.
Por ahora, el destino de Bitcoin solo resulta manifiesto para quienes comprenden las peculiaridades de los sistemas complejos, la ubicuidad del orden espontáneo –así como las razones por las que este nunca puede ser del todo suprimido–, el concepto de propiedad emergente, los principios de la praxeología, etc.; en otras palabras, para quienes atesoran una profunda comprensión de la naturaleza del mercado y la naturaleza del Estado. Ellos heredarán el mundo.
Así como la revolución neolítica favoreció en su momento un nuevo tipo humano, capaz de trabajo duro y autodisciplina, la revolución Bitcoin favorece hoy a quienes transitan el angosto camino de la honestidad intelectual.
Imagen por geralt