El espectáculo de algo que funciona puede ser hipnótico. Con frecuencia los resultados – inmediatos, concretos, maravillosos – opacan el contexto que los hace posibles. ¿Bajo qué condiciones funciona lo que funciona?: si somos incapaces de identificarlas, somos incapaces de aprender, lisa y llanamente. Ignorar las relaciones causales, los principios subyacentes, nos condena a las tinieblas, al temor a fuerzas enigmáticas, a la exigencia y a la súplica impotente… a bailar la danza de la lluvia en un mundo incomprensible.
En el fondo lo sabemos, todos lo sabemos: a escala social, un sistema funciona – disemina la prosperidad, aumenta la productividad – en la medida en que somos libres de hacerlo funcionar: libres de crear, de innovar, de ofrecer, de persuadir, de intercambiar… en fin, de interactuar para el mutuo beneficio. El requisito es la libertad. Es así de simple. La mente humana no puede ser forzada a trabajar como una bestia de carga.
Lo que funciona, entonces, funciona a pesar de la violencia. Los seres humanos pueden producir – a regañadientes – bajo amenaza, pero jamás motivados por la amenaza. Nuestros amos lo saben, por eso intervienen toda vez que algo parece funcionar. El propósito de la intervención estatal es, precisamente, que eso deje de funcionar, para demostrarnos que ningún proyecto es viable al margen del estado. Afirmar lo contrario equivale a cuestionar la razón de ser del estado; y actuar en consecuencia… está prohibido.
El largo brazo de la ley, con su puño de acero, provee la ilusión de control y eficacia en el corto plazo, pero siempre falla en el largo plazo. Tiempo atrás, advertir el fracaso de la violencia estatal solía requerir generaciones. Hoy, la aceleración que impone internet evidencia el fracaso de la violencia en plazos cada vez más cortos. Nunca antes la interacción entre seres humanos había sido tan veloz, tan espontánea e incontrolable, y por ende tan eficaz. Como siempre, menos violencia es igual a mejor funcionamiento.
Más violencia, en cambio… La violencia es tan eficaz para resolver un problema social como lo es la danza de la lluvia para resolver un problema de sequía. ¿Caerá en desuso, también? Al fin y al cabo, el estatismo es tan sólo el fruto más popular del pensamiento mágico-religioso. Creer que una economía entera puede funcionar a punta de pistola es, para el estatista, la prueba de fe por excelencia.
El estatista pide siempre más violencia; a él no se le ocurre otra solución para los problemas – económicos o de cualquier otra índole –; no se le ocurre que la violencia está en la raíz de esos mismos problemas. En efecto, lo único que debiera sorprendernos de los recurrentes colapsos financieros es que aún sorprendan a alguien. Porque nadie ignora que el aspecto más socializado de nuestra economía – el más sometido a coacción – es justamente el más importante: el sistema monetario.
Pero nos hemos acostumbrado a ser tratados como ganado. Tanto tiempo nos han restringido, y reprimido, y tan duro nos han castigado por hacer lo correcto… que el espectáculo de un libre mercado sin fricciones nos produce vértigo. Como aquellos soviéticos que tras la caída del muro se preguntaban: ¿y ahora quién repartirá el pan?, nosotros nos preguntamos: ¿es posible un libre mercado monetario? Bueno, su manifestación más conspicua ya está entre nosotros, y es refractaria a la violencia estatal.
En el mundo Bitcoin no hay – ni puede haber – élite gobernante, ni cadena de mandos, ni afiliación compulsiva, ni licencias obligatorias, ni aduanas, ni regulaciones arbitrarias… de modo que las soluciones a los diferentes problemas no demoran en gestarse y propagarse, y no encuentran barreras artificiales.
El muro ha caído. La libertad funciona.