Cuando digo que estamos a tiempo de prevenir el advenimiento de una Edad Oscura mediante la introducción de una buena moneda, soy consciente de que muchos me toman tan en serio como a un demente gritando incoherencias a través de un megáfono en una calle peatonal. En la entrada de hoy trataré de alejarme de esta injusta caracterización, explicando sucintamente por qué una moneda fuera del alcance del Estado tiene el poder de devolverle la vida a una civilización agonizante, siempre y cuando sus instituciones naturales no se hayan desmoronado por completo.
Sabemos que una moneda fácilmente manipulable o confiscable resulta indispensable para el ejercicio del pillaje institucionalizado, pero también sabemos que si la moneda en uso fuera imposible de manipular y extremadamente difícil de confiscar, muchos bandidos con licencia para saquear serían perfectamente capaces de dominar sus propias inclinaciones criminales. Con los incentivos adecuados, incluso las tendencias más antisociales pueden ser desalentadas.
Ahora bien, sería de una ingenuidad rayana en la estulticia esperar que un saqueador profesional acepte de buen grado la adopción generalizada de un instrumento que obstaculiza el saqueo. Los expropiadores de riqueza detestan la buena moneda porque esta se escurre pronto en manos de inútiles y salvajes como ellos, mientras que fluye sin pausa hacia los más aptos en el uso de los recursos disponibles, es decir hacia quienes aportan valor para beneficio del conjunto de la economía. Quienes saben convertir un recurso natural, como por ejemplo el petróleo, en riqueza, no pierden su talento cuando el gobierno decide nacionalizar la explotación de petróleo; pero el gobierno en cuestión descubre muy pronto que el petróleo en un yacimiento no vale lo mismo que el petróleo extraído y suministrado de manera confiable.
Al fin y al cabo, la cantidad de riqueza no se corresponde con la cantidad de recursos –naturales o no– disponibles en un área geográfica, sino con todos aquellos factores humanos que hacen posible su aprovechamiento, a saber: conocimiento, capacidad, experiencia, responsabilidad, autocontrol, audacia, perseverancia, etc. Todos los recursos del mundo valdrían absolutamente nada, cero patatero, si estuvieran bajo el control de un puñado de idiotas. ¿O acaso Amazon conservaría su valor si su dirección fuera transferida a un “Ministerio de comercio electrónico”? ¿O acaso una familia de monos es más rica que otra por encontrarse justo sobre un yacimiento de litio?
Por supuesto que no. De ahí que los expropiadores inteligentes aspiren al control total de la moneda y no al control total de las empresas: bien saben que lo segundo, andando el tiempo, los dejaría solos con su propio capital humano, que no supera significativamente al de los chimpacés, y en poder de un montón de recursos totalmente improductivos. Asegurar el monopolio de la emisión de moneda es, para ellos, la única manera de seguir apropiándose de los frutos del trabajo ajeno sin exponerse a represalias, hasta que –ya en ausencia de crecimiento económico– la buena moneda se acaba o se esconde y la mala es destruida por completo en una espiral inflacionaria.
La calidad de la asignación y coordinación de los factores productivos depende en gran medida de la calidad de la moneda en uso, y la calidad de la moneda en uso depende, permítaseme insistir en ello, de lo fácil que resulta mantenerla a salvo de las garras de la clase parasitaria. Allí donde el control de la moneda es restituido a sus legítimos dueños, la producción y el intercambio tienden a resurgir naturalmente, como si fueran manifestaciones de un instinto que ha sido brutalmente reprimido, dando lugar al círculo virtuoso de ahorro, productividad y prosperidad que es la marca del progreso sostenible.
De modo que hay razón para el optimismo. Una moneda imposible de monopolizar y ampliamente adoptada invierte el sentido de la transferencia coactiva de riqueza, en un proceso que se afianza con cada intercambio voluntario. El primer gobierno que se rinda ante la buena moneda propiciará un aumento espectacular de la riqueza, riqueza que solo podrá mantener dentro de su territorio mientras renuncie a imponer la mala moneda, o dicho de otro modo: mientras renuncie a incrementar su carga sobre la economía. Cosa que hará, eventualmente, movido no por la benevolencia sino por un sentido de autopreservación.