Muchas veces me he preguntado qué es lo que diferencia a los que una vez expuestos a Bitcoin quedan inmediatamente fascinados con el concepto, de los que, por el contrario, permanecen eternamente indiferentes. No importa el esfuerzo que se haga para expresar la magnitud de la transformación que Satoshi Nakamoto ha desencadenado: tanto los escépticos irracionales (bien que a menudo crédulos ante el relato oficial) como los meramente apáticos responden con un “bah…” despectivo y siguen con sus vidas como si nada fuera de lo común se les hubiera presentado, mientras que otros viven la introducción a Bitcoin como una suerte de epifanía que los arranca de la rutina y los compele a profundizar en el tema, a veces hasta el agotamiento físico.
¿Qué diferencia, entonces, a unos de otros? ¿Qué diferencia a los que se marean ante las posibilidades que inaugura Bitcoin y se dejan caer en “la madriguera del conejo” para luego emerger ilustrados, capacitados y serenos ante la perspectiva de un colapso financiero global, de los que parecen refractarios a las mejores explicaciones –cuando no directamente hostiles al concepto–?
No son, ciertamente, los conocimientos técnicos los que hacen la diferencia; caso contrario, no habríamos visto –allí por 2010 y 2011– a tantos genios de la seguridad informática, la criptografía y las redes p2p convencidos de que Bitcoin era una burda quimera. Tampoco la experiencia previa en el mundo de la inversión explica la diferencia entre los fascinados y los indiferentes; caso contrario, no habríamos visto a tantos inversores de renombre desestimar o dar por muerto a Bitcoin.
No. Lo que diferencia a los fascinados con Bitcoin de los indiferentes es que los primeros saben que el sistema monetario basado en dinero fiat no es sostenible, mientras que los segundos viven bajo la ilusión de que lo es (en este segundo grupo incluyo a los “cabeza de lingote” que creen en la restricción fiscal de los gobiernos vía patrón oro). Los indiferentes creen que sus ahorros están seguros en el banco, que el control del Estado sobre el dinero digital es un problema solo para los ricos, que en el futuro su poder adquisitivo se mantendrá intacto gracias a las pensiones que los gobiernos prometen hoy, que el crédito puede expandirse indefinidamente –e independientemente del ahorro– si hay voluntad política para ello…
En definitiva, los que insisten en ignorar a Bitcoin no tienen ni la más remota idea de lo que está ocurriendo y no pueden siquiera imaginar las inevitables consecuencias de tanto desatino. Creen en el almuerzo gratis, creen que dar nada a cambio de algo es una estrategia perfectamente aceptable y sostenible, creen que la escasez es siempre el resultado de una conspiración, que el mundo les debe todo lo que son capaces de desear, y que el Estado es el medio natural, justo y necesario para hacer fluir hacia ellos (o hacia la gente con la que ellos simpatizan hoy) los recursos que –según ellos– merecen.
Esa es la diferencia fundamental. Unos habitan un mundo fantástico en el que las leyes económicas pueden ser derogadas por consenso parlamentario, y aunque luzcan indiferentes en el fondo están luchando por conservar esa ilusión de control sobre el mercado. Los otros, en cambio, luchan por liberarse de esa ilusión y por determinar qué es lo que realmente está bajo su control.
Nunca antes el conocimiento de la historia y la educación en cuestiones monetarias y financieras había tenido un rol tan determinante en el futuro económico de una persona. Nunca antes la identificación del fraude keynesiano había resultado en beneficios tan concretos para el hereje: hasta la irrupción de Bitcoin, ver más allá de la mentira oficial y alzar la voz para denunciar el fraude solía desatar una cruel maldición sobre el insurrecto, forzado a elegir entre el falso arrepentimiento y un eterno bracear contra la corriente sin tierra a la vista; solía implicar marginación en los círculos académicos “serios”, escarnio en los medios masivos de comunicación, desprecio por parte de las mayorías entregadas a la servidumbre voluntaria… y todo eso sin una compensación económica que aliviara las amarguras propias de una batalla desigual.
Hoy, admitir y difundir la perturbadora verdad –que habitamos el ojo del huracán financiero más destructivo jamás visto y que no habrá refugio seguro dentro del sistema financiero centralmente planificado– no es precisamente la fórmula para ganar un concurso de popularidad, pero tiene su recompensa si se es coherente y se huye hacia Bitcoin para mantenerse a salvo de la rapacidad estatal.
El mundo bitcoinizado será muy diferente al mundo que despediremos en el próximo apocalipsis financiero. El mundo que nos espera, y que ya empezamos a vislumbrar, es uno que recompensa el conocimiento, el ahorro, la prudencia, la conciencia del peligro, el consumo responsable, el horizonte temporal de largo plazo, el respeto a la propiedad ajena, y la satisfacción de necesidades a través del mercado, entre otras cualidades y conductas prosociales y moralmente irreprochables.
La mayor transferencia de riqueza de la historia –un proceso que ya está en curso– será paralela –y con el tiempo le pondrá fin– a la peor, y acaso la última, depresión económica de la historia. Somos testigos afortunados de la primera etapa de una transición que dividirá épocas, y que hundirá en el desconcierto más profundo a saqueadores y oportunistas –esos grandes beneficiarios de la prehistoria financiera–.