Razón para la cautela

Los humanos siempre terminan rebelándose contra el socialismo, no necesariamente porque entiendan la inmoralidad inherente a esta forma de tiranía –la más cruel e intrusiva jamás concebida–, ni necesariamente motivados por esa llama de libertad que parpadea en todos los corazones –llama eterna, pero también eternamente ignorada por las mayorías estrujadas en una masa informe–, sino porque el instinto de supervivencia es casi siempre más fuerte que la ideología. Si así no fuera –si, en lugar de resistir los mandatos del Politburó, la gente los hubiera obedecido al pie de la letra–, la población de los países socialistas se habría extinguido por completo en cuestión de semanas.

Cuando el sistema monetario queda en manos de socialistas –esto es, cuando el gobierno toma el control total del medio de intercambio comúnmente aceptado para manipularlo a su antojo–, como es hoy el caso en todo el planeta, los frutos de la actividad productiva se ven amenazados en cada sector de la economía. Bajo tales circunstancias, la huida espontánea hacia la buena moneda es un movimiento predecible, de intensidad proporcional a nuestra capacidad para evitar el colapso de la civilización.

De nuevo, se trata principalmente de una cuestión de supervivencia –de un imperativo que no hace falta enseñar ni es posible erradicar del todo–; porque en el fondo sabemos que, sean cuales fueren nuestras aspiraciones, estas pierden sentido si carecemos de los medios necesarios para mantenernos con vida.

Y no creas que exagero: el poder de inhabilitar económicamente a personas pacíficas, algo que tan a menudo se hace en nuestros días mediante un simple click autorizado por ley, es un sueño hecho realidad para los más perversos adictos al poder coactivo. ¿Qué no hubiera dado a cambio de esta facultad un Hitler, un Stalin, un Mao…? Una vez cruzada la línea que protege la soberanía financiera de la persona singular, quedamos inermes bajo el imperio de la fuerza bruta, donde los sacrificios humanos vuelven a ser aceptables.

No creas, reitero, que exagero; no creas que nos encontramos tan lejos ni tan a salvo de Moloch: el siglo XX ha demostrado que el hombre moderno, si el espíritu del tiempo así lo dispone, puede caer presa de uno u otro delirio colectivo sin ofrecer mayor resistencia, e incluso puede abrazar uno u otro delirio colectivo –y hasta uno y otro sucesivamente– con ardiente entusiasmo. A las pruebas me remito: somos perfectamente capaces de superar en sadismo y brutalidad a nuestros ancestros más salvajes.

El control monopólico de la moneda siempre ha sido el paso previo a la destrucción de la moneda. Y destruir la moneda –institución social por excelencia– equivale a destruir el ahorro y la inversión, y a reducir el intercambio de bienes y la protección de la propiedad a sus formas más primitivas. Equivale, en síntesis, a destruir la civilización, lo que hoy en día implicaría una muerte segura para cientos de millones de personas.

De ahí la importancia crucial de contar no ya con una buena moneda sino con una moneda perfecta. No podemos darnos el lujo de conformarnos con menos que eso, pues no basta con que la moneda no sea emitida por una entidad monopólica –como es el caso de los metales preciosos–; debe ser además totalmente inmune a la manipulación estatal.

Quizás nos encontremos ante la última oportunidad de poner un límite inexpugnable y definitivo al poder coactivo. La adopción voluntaria de una moneda perfecta e imposible de monopolizar podría ser, en efecto, el primer paso hacia la aceptación de la gobernanza voluntaria en todos los niveles de la organización social. Esta posibilidad –que debemos a la creación de Satoshi Nakamoto–, aunque no llegue a materializarse en un futuro cercano,  justifica un prudente optimismo.

Digo prudente optimismo porque no sería razonable tocar la marcha triunfal sin antes considerar los poderosos incentivos de las millones de personas cuyos ingresos dependen hoy, directa o indirectamente, de la maquinaria estatal –millones de personas que lamentarán, y tratarán de evitar en la medida de sus posibilidades, la disolución del matrimonio entre Moneda y Estado–.

El Estado depende de los dependientes del Estado como las plantas florales de las abejas, y haríamos mal en subestimar esta relación de mutuo beneficio perfeccionada durante milenios. Cabe recordar que la separación entre Iglesia y Estado degeneró en poco tiempo en una repugnante, desenfrenada y aparentemente interminable orgía de violencia. Si aquel gran cisma sirve de precedente, más nos vale prepararnos para el caos, guardando la esperanza de que esta vez la transición no sea tan larga ni tan sangrienta.