Satoshi, perdónalos, porque no saben que no saben

perdónalosRecuerdo vívidamente la primera vez que Murray Rothbard, citando a Carl Menger –el fundador de la Escuela Austríaca de Economía–, golpeó mi cabeza con la contundencia de una afirmación tan simple como cierta: la moneda no es más que un commodity1 –el commodity más líquido–. Y como cualquier otro producto que viene a satisfacer necesidades humanas, esta solo emerge y se perfecciona en un contexto de libertad para crear valor y comerciar –esto es, en el mercado–. El Estado, por su parte, se especializa en secuestrar para beneficio del establishment de turno cualquier cosa que pueda incrementar su poder, aunque tal cosa solo exista en primer lugar gracias a la dinámica del libre mercado. Andando el tiempo, al destruir las condiciones que hacen posible la existencia y el perfeccionamiento del producto en cuestión, el Estado inevitablemente acaba deteriorando sus cualidades hasta inutilizarlo por completo.

Un minuto antes de leer el párrafo que expresaba estas ideas, me parecía normal y razonable que la emisión de moneda fuera un monopolio estatal, y que los billetes exhibieran símbolos patrios y rostros de antiguos próceres. Creía que el de la mala moneda era un problema imputable a tal o cual gobierno, y por lo tanto que era posible resolverlo con una tecnocracia ilustrada capaz de manipular correctamente los hilos de la política monetaria. Un minuto después, quizás dos, ya me parecía obvio que toda esa concepción no era más que una estupidez tan grande como la más estúpida de las supersticiones de la más ignorante de las tribus aisladas en la más inaccesible de las junglas.

Hasta ese momento, yo había sido un miembro más de la tribu, tan respetuoso del dogma heredado como el que más. Pero a partir de entonces, el panorama cambiaría por completo para mí: la moneda no era una graciosa concesión del Estado sino un fruto más del mercado; el Estado no garantizaba el orden sino que, por el contrario, inyectaba el caos dentro del orden espontáneo; el mercado no era ese niño creativo pero díscolo cuyos excesos debían ser limitados por papá Estado, sino la “mano invisible” que –de maneras inescrutables e impredecibles para cualquier comité de “expertos”– enriquece al conjunto de la sociedad toda vez que los individuos pueden interactuar libremente para su mutuo beneficio.

Había sido víctima de un prolongado y riguroso lavado de cerebro, y a poco de tomar conciencia de ello decidí emprender el difícil camino de salida de la matrix, esa densa malla de conceptos ambiguos y engañosos, urdidos con sutileza para ocultar nuestra condición de esclavos –peor aún: de ganado humano–. Dado que los seres humanos no son ovejas –aunque a menudo se comporten como tales–, forzar a cada individuo a mantenerse dentro de los límites que marca el redil no resulta práctico ni económico. Para que no estalle una rebelión, es necesario que los humanos veneren la misma institución que los ha reducido a ganado; es necesario que el redil sea visto como indispensable para mantener la armonía y la cohesión social, cuando su verdadera función es la de mantenernos amontonados, idiotizados y en conflicto unos con otros.

Yo pensaba, como muchos otros, que no era bueno que el gobierno interviniera en mercados tales como la producción y distribución de alimentos, o ropa, o bicicletas, pero consideraba que el bien económico más importante de todos, el bien sin el cual la asignación eficiente del capital –y por lo tanto la producción eficiente de todos los otros bienes y servicios– resulta imposible, debía estar exento de las leyes del mercado. Desde ese punto de vista, habría que concluir que el bolívar venezolano es necesariamente superior a cualquiera de las alternativas disponibles para los sufridos venezolanos, pues todas las monedas que no tienen el respaldo de la fuerza estatal se encuentran manchadas por la lógica del mercado. Es entonces un deber de cada venezolano soportar con resignación los abusos de la pandilla de saqueadores que gobierna su país. Más aún, deben abrazar la imbecilidad autodestructiva de su gobierno y resistir la tentación de usar monedas alternativas sin su expreso beneplácito. Al fin y al cabo, es por obra y gracia del Estado que tenemos el privilegio de acceder a la moneda, y si no fuera por su constante intromisión y su atenta vigilancia seguiríamos colgando de lianas en la selva, incapaces de intercambiar algo más que frutos recién arrancados. ¿Acaso no es preferible la vida bajo los efectos de la hiperinflación a la existencia corta y brutal que nos espera en la selva? Son ideas como estas, no el poderío militar o las fuerzas policiales, los verdaderos pilares del Estado.

No hay manera más sencilla y eficiente de adueñarse del fruto del trabajo ajeno que controlar la moneda usada en un determinado territorio. Ahora bien, dado que a nadie le gusta que le roben, es necesario primero convencer a la gente de que el mundo del dinero no tiene relación alguna con las cosas que vulgarmente experimentan. No: el mundo del dinero es como ese mundo platónico de formas perfectas, inmune a la degradación y las mezquindades de la realidad perceptible. Es mejor entonces dejar todo el asunto en manos de las autoridades monetarias, adecuadamente instruidas en los arcanos del keynesianismo, tal como dejamos en manos de las autoridades religiosas los asuntos divinos. Las autoridades religiosas a menudo nos advierten que estamos sujetos a las leyes divinas, pero se apresuran a aclarar que las leyes divinas no se aplican a la propia divinidad; de igual modo, las leyes estatales se nos aplican con todo el peso del monopolio de la fuerza, pero no tocan al Estado como institución. Luego, si las consecuencias de una determinada política monetaria resultan catastróficas, podemos culpar a tal o cual gobernante circunstancial, pero jamás al gobierno en sí, a su esencia inmutable. Hacerlo sería incurrir en la más escandalosa de las herejías de acuerdo a la religión del estatismo.

Lo cierto es que la buena moneda no es un producto de la planificación de un grupo de expertos aislado de la realidad cotidiana; por el contrario, es un instrumento que emerge espontáneamente, a partir de necesidades concretas de individuos concretos, en cualquier grupo humano que aspire a elevarse por encima del nivel de subsistencia. Nadie dirige este proceso; no hay una entidad omnisciente indicándonos cuál es la moneda que nos conviene usar: simplemente usamos la que mejor sirve a nuestras necesidades, y de esta manera contribuimos al progreso del colectivo –seamos o no concientes de ello–.

Sin embargo, incluso entre los enemigos de la moneda fiat hay quienes no vacilan en decir cosas como esta: “el oro es y siempre será la mejor moneda; caso cerrado”. Cometen así el error distintivo de la mentalidad estatista: desestimar el proceso evolutivo continuo y descentralizado que impulsa el descubrimiento y la adopción de soluciones a todo tipo de problemas sociales complejos.

Idéntico error cometen algunos bitcoiners: Bitcoin Core es y siempre será el mejor software, dicen; caso cerrado. Creen que el mercado es algo maravilloso, salvo cuando se aplica a Bitcoin Core, una implementación de Bitcoin que presumiblemente puede seguir expandiendo su área de influencia sin importar cuántos usuarios, empresarios e inversores ahuyente. Al igual que a los estatistas, la ignorancia, la falta de imaginación y la falta de humildad los ha llevado a enamorarse de una “solución” impermeable a las señales del mercado, aún cuando esta supone un completo rediseño –en base a un modelo lleno de agujeros y económicamente inviable– de un sistema que ha superado la prueba del tiempo.

Satoshi, perdónalos, porque no saben que no saben.


1
Commodity: todo bien que es producido en masa por el hombre o incluso del cual existen enormes cantidades disponibles en la naturaleza, que tiene un valor o utilidad y un muy bajo nivel de diferenciación o especialización.

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