Por qué la moneda del futuro no surgirá de las redes sociales (V)

 
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La moneda es una de esas maravillas cotidianas que damos por descontadas. Pero aún en sus formas primitivas, cada innovación monetaria representó en su día un salto evolutivo descomunal. Esto se debe a que la moneda potencia uno de los rasgos más peculiares de la interacción humana: el intercambio para la mutua satisfacción de necesidades.

Con la irrupción de la moneda se multiplican las oportunidades para el intercambio pacífico entre seres humanos, y por ende las posibilidades de hallar valor en lo diferente. El temor a lo foráneo cede ante las oportunidades que – ahora sí – pueden vislumbrarse. Así es como la institución moneda nos eleva económicamente (por encima del nivel de subsistencia) y moralmente (por encima de los mandatos tribales).

La moneda nos une de un modo a la vez profundo y abstracto, en una red de interacciones tan infinitamente compleja y cambiante que no es posible representarla sin hacerle injusticia. La moneda nos conecta – aún si no lo sabemos, aún si no lo queremos – con millones de personas que no conocemos y que muy probablemente nunca llegaremos a conocer; millones de personas que, sin compartir nuestros gustos, opiniones o creencias, interactúan con nosotros en forma espontáneamente coordinada y mutuamente beneficiosa.

Cuando gastamos nuestro dinero en un lápiz, o en un par de zapatos, estamos enviando señales a millones de personas en todo el mundo; de alguna manera les estamos diciendo: «me sirve su trabajo»; «me alegra que se dedique a esto»; «no abandone tal proyecto»; «invierta más en aquello», etc. Gracias a la moneda, no hace falta conocerlos para expresarles nuestro reconocimiento, gratitud y aprecio.

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