Maldición y bendición del efecto de red (V)

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Lo que hagamos para repeler o abolir una determinada ley será, además de inútil, contraproducente, pues habremos invertido tiempo y dinero, y nos habremos expuesto al riesgo de represalias, en una batalla perdida de antemano. Al fin y al cabo, las regulaciones impuestas por la fuerza no son más que muros edificados especialmente para prevenir la competencia y la innovación, y como tales favorecen a quienes están mejor conectados políticamente –y, entre ellos, al mejor postor–.

Pero –y esto es lo único que salva del estancamiento absoluto a las sociedades democráticas– los sobornos funcionan en ambos sentidos: al principio, le cierran el paso a los nuevos competidores e impiden su crecimiento; tarde o temprano, sin embargo, hasta el más poderoso de los lobbies cae en la cuenta de que ni todo el dinero del mundo será suficiente para frenar la innovación. Ante las obvias ventajas de la luz eléctrica, los sobornos de los fabricantes de velas acaban siendo inútiles, y el nuevo paradigma trae consigo nuevos y poderosos aspirantes a la compra de leyes (léase “de privilegios”).

Entonces ocurre un fenómeno que al principio confunde a los ciudadanos debidamente adoctrinados: justo antes de que la naturaleza del sistema quede al descubierto, las autoridades abandonan la hostilidad, abrazan la nueva tecnología y se presentan como abanderadas del progreso. Pero lo que sigue a este humillante acto de prestidigitación es, para el observador racional, aún peor: en un santiamén, los súbditos olvidan todo lo dicho por las autoridades antes del vuelco, agradecen la intervención y, de rodillas, piden guía y protección a los mismos psicópatas que solían castigar a la gente por hacer lo que ahora toca celebrar.

El ciclo recomienza –financiado por un nuevo lobby–, y nuestros amos respiran aliviados al comprobar que su ganado humano todavía justifica esta secuencia demencial bajo el pretexto de que “sin la intromisión de los reguladores, la sociedad se desintegraría”.

Antes de la irrupción de Bitcoin, ponerle vallas al mercado solía ser un juego de niños para la clase parasitaria. ¿Pero qué ocurre cuando no hay un cártel con el que pactar, ni un enemigo al que apuntar?; ¿qué ocurre cuando el cambio de paradigma es tan radical, y llega tan súbitamente, que los vividores de siempre no encuentran la manera de erigirse en intermediarios?

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