Maldición y bendición del efecto de red (III)

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Los obstáculos a la libertad monetaria son tres: coerción, inercia y conformismo. No se trata, por cierto, de obstáculos menores, pero la historia nos ha demostrado que tampoco son infranqueables. Bajo las circunstancias adecuadas, incluso las instituciones más enraizadas pueden caer; y cuando finalmente lo hacen, pasan muy pronto a ser ignoradas, despreciadas y – según el caso – hasta repudiadas por el común de la gente. Una vez alcanzada esta etapa, recurrir a la coerción es inútil: ya todos saben que el rey está desnudo, y no hay ejército capaz de resucitar la ilusión de que el rey luce una prenda exquisita.

Que un banco central es necesario para el buen funcionamiento de una economía es tan cierto como que una iglesia única, cuya doctrina se impone a sangre y fuego, es la clave de la paz y la concordia entre los seres humanos. Por extraño que nos parezca hoy en día, esto último es exactamente lo que creían la mayoría de nuestros congéneres unos cuantos siglos atrás, cuando la unión entre Iglesia y Estado era la norma, y tanto la imposición de un credo excluyente como la persecución de los “infieles” eran prácticas habituales en occidente.

A veces las cosas tienen que estar muy mal, y la gente muy cansada de sufrir en carne propia las consecuencias de las malas ideas, para que estas empiecen a ser cuestionadas. En el caso de las guerras de religión, hicieron falta unos ochenta años de sacrificios inútiles para que las nuevas ideas hallaran tierra fértil, abonada por millones de cadáveres.

¿Pero es necesario que un río de sangre se lleve consigo el conformismo y la inercia? Eso dependerá de la disponibilidad de alternativas al sistema que haya fracasado: en ausencia de una alternativa basada en principios válidos – por lo tanto sostenible – y evidentemente superior al sistema vigente, la inercia ganará el corazón de los hombres.

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